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CERMI.ES semanal el periódico de la discapacidad.

viernes, 5 de marzo de 2021cermi.es semanal Nº 427

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"4,32 millones de personas con discapacidad,
más de 8.000 asociaciones luchando por sus derechos"

Opinión

Más que a cualquiera

Por Luis Cayo Pérez Bueno, presidente del CERMI

05/03/2021

Luis Cayo Pérez Bueno, presidente del CERMISiempre más que a cualquiera; los males colectivos, los que parecen universales y no hacen distinción, se tornan más intensos cuando se trata de las personas con discapacidad. Podría sonar a queja de quien no tiene otro oficio que lamentarse, pero es una triste verdad. La pandemia del coronavirus, desatada en ese sombrío año de 2020, de ingrato recuerdo, lo ha confirmado de forma abrumadora. Siempre, desde el movimiento social organizado de la discapacidad habíamos dicho, y con razón, que las personas con discapacidad constituimos un grupo social en situación de vulnerabilidad extrema. Y la crisis masiva de salud pública lo ha ratificado, sin apelación. Todo lo malo nos repercute en mucha mayor media. Una crisis de salud, devenida casi inmediatamente en crisis económica y también y sobre todo social, que ha tenido a las personas con discapacidad -junto a las personas mayores- como damnificadas preferentes. Socialmente, valga la expresión, somos un grupo inmunodeprimido, con las defensas muy bajas, en el que se multiplican los efectos de la nociva agresión externa.
 
Y a las evidencias nos remitimos. La pandemia del coronavirus ha socavado los derechos de mayor valor que tienen todas las personas, ninguno ha quedado indemne de su ataque en el caso de la discapacidad. El derecho a la vida, causando miles de víctimas mortales, y más enfermas y con secuelas, en proporción mucho más elevada que la que correspondería a nuestro peso social. Es cierto que nuestras condiciones de salud preexistentes pueden haber favorecido que el impacto del virus llegue al nivel de causar estragos, pero hay factores sociales, como formas de vida impuestas -piénsese en la institucionalización forzosa, en el hecho de que las personas con discapacidad y mayores, más que ninguna otra, se ven obligadas a vivir juntas en grandes instituciones residenciales, por ejemplo- que han servido para que esos lúgubres resultados se exacerben. El derecho a la salud, a la asistencia sanitaria sin discriminaciones ni exclusiones por motivos bastardos, ha sido de los más laminados durante esta crisis. Denegaciones de atención, selección en función de las características de la persona enferma, rechazando -los infames triajes- a quienes por presentar una discapacidad o tener una edad avanzada se consideraba que su vida era de inferior valor, frente a otras más aventajadas. El derecho a la información y a la comunicación, con medios y canales, incluso públicos, que emitían mensajes no accesibles, sin posibilidad por tanto de llegar a su contenido, sobre cuestiones de primera importancia para la ciudadanía, práctica que dejaba a muchas personas con discapacidad al margen, desorientadas y en permanente duda sobre cómo actuar. No solo derechos, sino también situaciones sociales, como la soledad no deseada, o la pobreza y la exclusión que se han recrudecido, pues la fragilidad previa de estas personas era muy acusada, y ahora, con la pandemia, se ha convertido en extrema.
 
No es cuestión de agotar este memorial de agravios, que sería tan prolijo como inicuo. Las personas con discapacidad y me atrevo a hablar también en nombre de las personas mayores, hemos sufrido -estamos sufriendo- el impacto desmedido de la pandemia, que no es algo puramente biológico, sino que arroja una enorme carga social. Esa ley no escrita de que cuando a la sociedad le va bien, a las personas con discapacidad, nos va menos bien, y que cuando le va mal, a las personas con discapacidad, nos va peor, mucho peor, se ha cumplido otra vez, inflexiblemente.
 
Y ante esto, unos poderes públicos y autoridades, sorprendidos, desbordados, desacertados, absortos, encenegados en luchas políticas de la peor estofa, que han basculado entre el error, el cinismo, la incompetencia o la incomparecencia. Han llegado tarde, mal y nunca. Si miramos a lo público, las personas con discapacidad nos hemos sentido huérfanas, libradas a nuestra propia suerte, en un combate desigual para el que partíamos con los pertrechos más inidóneos. Pero aun así, no nos hemos arredrado. A través de nuestras organizaciones cívicas, por su medio, hemos hecho acto de presencia, hemos protestado, hemos denunciado, hemos dado ideas, hemos propuesto, hemos orientado la acción en la buena dirección. Gracias al movimiento asociativo, se han corregido o al menos se ha puesto remedio a un estado de cosas lacerante que nos ha obligado a la autodefensa. Una de las lecciones aprendidas de esta crisis casi apocalíptica es el valor de la civilidad, entendida en el recto sentido que una ciudadanía consciente y comprometida, exigente, que no espera pasivamente a que no se sabe quién arregle las cosas, que no mira por la mera satisfacción de su problema particular, sino que se activa y actúa, trascendiéndose, para atinar con soluciones acaso no universales pero sí más globales. Una ciudadanía que como la buena gente de ACIME sabe lo que es pelear la buena polea, correr la carrera con honor y guardar la fe.  
 
Publicado en “Revista ACIME, número 108, tercer cuatrimestre 2020”
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